La mayoría de la gente piensa que el trabajo del historiador es bastante simple, si bien muy pesado: rebuscar entre viejos manuscritos y obtener fechas, datos y secretos varios que luego, cronológicamente, se puedan ordenar y compilar. Es posible que, en buena medida, esta visión sea fruto de la manera de enseñar Historia que ha predominado en este país durante muchos años, y cuyo máximo exponente fueron varias generaciones que memorizaron la lista de Reyes Godos, aunque sin saber quiénes fueron ni qué hicieron.
En sus últimos meses de vida, durante la Segunda Guerra Mundial, el historiador francés Marc Bloch comenzó a escribir un texto que terminó aunque no fue capaz de revisar ni corregir, que ha alcanzado bastante éxito entre los historiadores bajo el título de Introducción a la Historia en algunas ediciones, pero sobre todo como Apología para la Historia o el oficio del historiador.
Bloch fue uno de los padres de la Escuela de los Annales, uno de los movimientos historiográficos más importantes del siglo XX, y escribió varios textos importantísimos que nos enseñaron a las generaciones futuras a mirar al pasado con una perspectiva nueva. Su primera obra, Los reyes taumaturgos, era un estudio sobre el papel mágico que tenían los monarcas franceses, visto a través de la creencia medieval de que el monarca podía curar ciertas enfermedades simplemente con tocar a quien la padecía. Obviamente el monarca no tenía poderes mágicos, sino que era una creencia que se mantuvo con mucha fuerza. Bloch estudiaba así algo tan importante como los hechos: las creencias y la mentalidad de los hombres y mujeres del pasado.
Con 52 años, Bloch dejó su puesto en la universidad y se reincorporó al ejército francés en 1939, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial; en su libro La extraña derrota cuenta sus impresiones sobre el monumental desmoronamiento del ejército galo frente a las fuerzas alemanas. La derrota francesa no le hizo perder el ardor, y participó en la resistencia desde 1942, en parte por su ideología política y en parte por ser de familia judía, lo que obviamente le hizo sentir nula simpatía por la Alemania Nazi y por el régimen de Vichy.
Es en esos años cuando escribe su Apología para la Historia, mostrando al historiador no como un mero compilador, sino como un interpretador que ha de vencer los prejuicios de su época y ser capaz de comprender un pasado que no puede alcanzar de forma directa, sino a través de las fuentes. Antes de poder terminar su obra, fue detenido por la policía francesa, entregado a la Gestapo, torturado y ejecutado.
Sus textos y su vida nos recuerdan que el historiador no es un testigo distante que mira los sucesos con la frialdad de un burócrata, sino una persona cargada de pasión que siente la necesidad de entender primero y explicar después otros tiempos y culturas.
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